Pedro Ibarra y Ramón Zallo
Rebelión
Con las recientes bombas en Gasteiz, Ondarroa y Santoña y el asesinato del brigada Luis Conde, ETA ha mostrado además de su brutalidad, su incapacidad para leer en los acontecimientos y su decisión de impedir que sea la lucha política colectiva la que gestione sin tutelas los contenciosos. Paralelamente sigue colaborando, al alimón con la Ley de Partidos, en el hundimiento de la izquierda abertzale. ¡Qué cruz social! Tener que estar pagando los costes de aprendizaje de la eterna adolescencia criminal de ETA con cada uno de sus cambios generacionales. Cuando después de múltiples destrozos una generación llega a la conclusión de que no van hacia ninguna parte, le desplaza la siguiente, aun más ignara.
Paralelamente asistimos a un proceso de degeneración del Estado de Derecho. Se atribuye a Alfonso Guerra la expresión de “Montesquieu ha muerto”. La formulaba en 1985 -no se sabe si celebrando el fin de la independencia del poder judicial, o de su corporativismo, o de las dos cosas a la vez- porque las Cortes, o sea la mayoría parlamentaria socialista, mediante la Ley del Poder Judicial, iba a tener un Consejo General del Poder Judicial a su medida.
No llegamos tan lejos como el “bocas” de Guerra pero han pasado más de 20 años, y como en un acto ritual, se sigue asesinando simbólicamente a Montequieu, al padre de la doctrina de la separación de poderes (el legislativo, el ejecutivo y el judicial) y su fundamento: la vigilancia mutua. Matar simbólicamente al padre es un deporte muy humano pero cuando los herederos no le llegan al tobillo al progenitor –tal es el caso de la democracia española de tardía y débil construcción- la desmesura hace su aparición. Otro aprendizaje de torpes que también pagamos.
En efecto, la connivencia entre poderes se está agravando cualitativamente con los años mediante la lottizazione, las cuotas ideológicas. PSOE y PP se reparten influencias no ya en un órgano de gestión como el Consejo General del Poder Judicial sino en los altos tribunales (Tribunal Supremo, cuotas en la Audiencia Nacional) y el propio Tribunal Constitucional, organizado por afinidades. La confianza ciudadana en el buen hacer de la Justicia no ordinaria no puede sino caer en picado. Son los propios magistrados y su ambición los que la desalientan.
Las derivas no pueden ser más perniciosas: la Ley de Partidos fue homologada en su día por el TC; los tribunales hacen suya la tontería de “todo es ETA” mientras ilegalizan, de hecho, a una corriente social entera, dejándole sin derechos activos y pasivos electorales ni derecho de organización, con lo que la Constitución misma está suspendida para toda una categoría de ciudadanos. Como una epidemia sin control la emprenden a judicializar toda la política vasca: al Lehendakari y al jefe de su oposición les procesan por reunirse con Batasuna; a la presidencia de Parlamento vasco le condenan inmiscuyéndose en su organización; se condena a un movimiento social pacífico de desobediencia civil, como la Fundación Zumalabe, haciendo real el delito de opinión; se cierran periódicos, uno de ellos –Egunkaria- porque según del Olmo el euskera puede ser vehículo instrumental de ideas perniciosas; se encarcela a toda la cúpula de Batasuna; se realizan juicios sin garantías como el 18/98 y… ahora, a instancias del interés del ejecutivo de turno, la Justicia-margarita ilegaliza a conveniencia todo lo que suene a izquierda abertzale: Gestoras, ANV, EHAK. Están desatados.
Quienes todavía sientan orgullo por la democracia española deberían sicoanalizarse y meditar si la “razón de Estado” no ha contaminado su propio pensamiento.
Y ahora le toca el turno a John Locke, al padre del Constitucionalismo moderno. PSOE y PP también se han puesto de acuerdo en el interior del TC para quebrar la otra pata de la democracia: el constitucionalismo. Ambas corrientes son partidarias de una lectura talmúdica, restrictiva y formalista de una Constitución ya de por si problemática. La Constitución como muro desde el que impedir los cambios.
La doctrina constitucional que ha acompañado a la sentencia del TC sobre la Ley de Consulta no puede ser más rigorista. Por unanimidad le hacen decir a la Constitución que no existe el Pueblo Vasco como sujeto político (contradiciendo la disposición adicional de la propia Constitución o el preámbulo sobre la nación catalana en el nuevo Estatuto de Catalunya ); que ya nos podemos ir haciendo a la idea de que sobre lo vasco decide España; y que las autoridades autonómicas no pueden consultar a sus ciudadanías de manera no vinculante sobre temas importantes. O sea ni sujeto político, ni nación en la que contabilizarse ni democracia participativa.
El tiempo nos ha dado la razón a quienes no votamos a favor de esta Constitución, pero es que ¡ni se esfuerzan en hacerla amigable, compartible o interpretable! Vamos hacia atrás, a la peor de las lecturas. Las apisonadoras sustituyen a los puentes de integración.
Aquello de que mientras esté ETA no hay nada de qué hablar ha sido sustituido por otro mensaje, aún más duro y chusco: haya o no ETA, no es posible el cambio político o el derecho de decisión desde las mayorías institucionales vascas, desde la democracia de una nación. Eso nos deja una democracia esclerotizada, sin capacidad de respuesta a los problemas políticos. Se resolverán solo desde el cepillo jurídico-constitucional. No hay ni que debatir. El Derecho interpretado por los ayatollahs de toga, sustituye a la política y a la democracia misma. Y a lo más… interpretarían al dictado de las conveniencias de coyuntura del PSOE o del PP de turno.
Habrá que insistir y, mientras tanto... toc, toc, toc, ¿Hay alguien sensato y demócrata por ahí?
viernes, 10 de octubre de 2008
Montesquieu en coma y John Locke en la UVI
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Etiquetas: Constitución, Consulta, Democracia, ETA, judizialización de la politica, ley de partidos
viernes, 18 de julio de 2008
(Des)Legitimar
Ion Andoni Del Amo
¿DESLEGITIMA a ETA la consulta, como dice Ibarretxe? Al contrario, ¿la puede legitimar al imposibilitar las vías políticas? En tal caso, ¿legitima quien promueve la consulta o quien la prohíbe?
El debate moderno en torno a la legitimidad de la violencia remite a la apropiación del monopolio de la legitimidad de la misma con el surgimiento de una estructura institucional: el estado-nación. Se trata de un fenómeno contingente bien determinado en tiempo y espacio: es el que tiene lugar en Europa entre los siglos XIV y XIX, y que se produce en dos fases.
La primera, entre los siglos XIV y XVI, consiste en la formación de un conjunto de realidades estatales. Lo peculiar del fenómeno en la Europa de la época es la ausencia de una potencia claramente dominante, a diferencia de otras épocas y lugares, lo que instituye un sistema multilateral de estados en precario equilibrio y en continua lucha por su supervivencia, que obliga a la progresiva centralización del poder en torno a la corona. La segunda fase, entre los siglos XVI y XIX, consistirá en la posterior nacionalización de esas realidades estatales, la invención de las naciones para legitimar el poder en esos estados. No se trata, por tanto, de la estatalización de naciones históricas, antes bien, las realidades estatales preceden a la idea de nación.
El proceso corre parejo a la conformación de los mercados nacionales y el ascenso de una nueva clase social, la burguesía comercial y financiera, que exige, a cambio de financiación para la guerra, una mayor participación en el poder y una orientación del Estado hacia sus intereses. Las élites militares van siendo así sustituidas por civiles.
Las nuevas realidades estatales con nuevas elites civiles en el poder necesitan legitimarse. Surge la idea de nación y toda una serie de desarrollos intelectuales. Desde el ideario burgués, que eleva sus ideales como los de la humanidad entera, a Hobbes, que justifica el Estado como un Leviatán necesario para modular las pulsiones egoístas, o las concepciones basadas en la idea de contrato social (Locke o Rousseau). Dos ideas se constituyen en fundamentales. Por un lado, la idea de nación, de comunidad nacional asimilada al territorio del Estado y arramblando en muchos casos con diferencias étnicas, lingüísticas y culturales. Por otro, la apropiación del monopolio de la legitimidad de la violencia por parte del nuevo poder estatal, sobre el argumento de la preservación de la seguridad y el orden interior y exterior. Pero ambas ideas son, ante todo, construcciones sociales, y como tales su veracidad última depende de su éxito social, de que sean capaces de extenderse y asumirse por la población. De ahí que se otorgue un especial interés a la educación. Pero el proceso no es sencillo.
De forma paralela se produce también la transformación en las formas de acción colectiva. Hasta entonces, éstas habían tomado habitualmente la forma de estallidos más o menos violentos, espontáneos, puntuales, locales y dirigidos contra las personas concretas (ataques a los recaudadores de impuestos...). El surgimiento de los movimientos sociales corre parejo a la conformación de los estados-nación; a diferencia de anteriores formas de acción colectiva, son capaces de articular personas sin contacto directo, a favor de objetivos generales y con una cierta continuidad. La mayor o menor tendencia de algunos a la violencia guarda relación con la cultura del conflicto de cada sociedad, con las estructuras de oportunidad política y con el grado de legitimidad del estado-nación y, por tanto, la aceptación del supuesto de exclusividad en el uso legítimo de la violencia.
El Estado español ha encontrado en las especificidades étnicas, lingüísticas y culturales de Euskal Herria problemas para su legitimación nacional en ese medio social. Problemas agravados por una tardía extensión del sistema educativo y, en el periodo reciente, por la estrecha vinculación de la idea nacional española al régimen dictatorial, del que salió seriamente contaminada. Tras la reforma del régimen, el proceso de legitimación estatal en Euskal Herria atraviesa tres fases diferenciadas.
La primera reproduce los mecanismos clásicos de ampliación de las bases de legitimidad, aumentando la inclusión social mediante las reformas democratizadoras y de autogobierno, y el pacto y cooptación de las élites políticas y económicas del nacionalismo moderado. Sin embargo, estas reformas limitadas -que siguen pivotando en torno al concepto exclusivo de la nación española- resultan insuficientes para incluir a una amplia parte de la población, que se vertebra políticamente en torno a la izquierda abertzale. La persistencia de la lucha armada actúa como efecto desestabilizador, hasta el punto de desencadenar durante los 80 una escalada represiva y de guerra sucia que, junto al bloqueo y recortes en el autogobierno, deteriora la legitimidad estatal.
La segunda fase se explicita a partir de los sucesos de Ermua. La derecha nacionalista española entiende que la creciente deslegitimación ética de la violencia puede y debe ir más lejos, utilizarse como un instrumento de legitimación de la idea de nación española. Se produce así un cambio trascendental en la conceptualización de la lucha armada, que de ser un elemento de desestabilización pasa a desempeñar la función contraria. El nacionalismo español encuentra en el desgarro ético que produce la lucha armada que lo combate el elemento que permite limpiar su desprestigio, y emprende un proceso de renacionalización del Estado en el que arrastra a la mayoría de la izquierda y los medios de comunicación.
La ofensiva renacionalizadora acontece exitosa en el Estado, donde reactiva a los restos del régimen atrincherados en las instituciones, especialmente en el Poder Judicial. Sin embargo, resulta de éxito limitado en Catalunya y Euskal Herria. La victoria electoral de Ibarretxe en 2001 frente a la ofensiva final del nacionalismo español, explicita sus limitaciones y abre una nueva fase. La conclusión es que la utilización político-electoral de la violencia no es suficiente; es necesario también desmantelar todo el entramado social, político e institucional que sustenta y promueve la idea nacional vasca, ya sea en el ámbito político como, incluso, en el cultural. La relativa pulcritud democrática de los comportamientos de la fase anterior, cuando se trataba de convencer, da paso a una escalada represiva y de recorte de libertades que incluye cierres de medios de comunicación, ilegalizaciones, torturas y procesamientos judiciales. Es la doctrina del todo es ETA.
Esta última estrategia se colapsa por exceso, cuando el gobierno de Aznar trata de utilizarla también en el conjunto del Estado tras los atentados del 11-M. En su primera legislatura, el PSOE abre un proceso incluyente de negociación, por el que es premiado electoralmente en Euskal Herria, aunque sin desprenderse totalmente de estrategias anteriores, las cuales acentúa ante el fracaso del proceso. Este revival más o menos amable de las políticas aznarianas (procesamientos, ilegalizaciones, prohibición de la consulta...) de nuevo con ETA como excusa, prolonga un proceso de deslegitimación del Estado, que puede ser difícil de restaurar incluso mediante un nuevo intento de cooptación del nacionalismo más pactista. Es cierto que el proceso convive, a diferencia de los 80, con la deslegitimación de la lucha armada: no se produce, por el momento, una legitimación correlativa de la misma. Antes bien, lo que acontece es una desmovilización general, tanto frente a las arbitrariedades del Estado como a la lucha armada: ambas acaban siendo contempladas como consecuencias del conflicto, en la célebre caracterización utilizada por la izquierda abertzale. Pero esta desmovilización dista mucho de una legitimación estatal o cambio de fase, incluso electoral, como algunas visiones pretenden. Que no devenga en una legitimación de la violencia dependerá de las posibilidades de articulación política del soberanismo y, en definitiva, de que se asuma que los problemas de legitimación estatal y de deslegitimación de la lucha armada se resuelven mediante procesos inclusivos y no forzando concepciones nacionales excluyentes.
* Profesor de la UPV
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viernes, 4 de julio de 2008
¿Qué hacer?
Ion Andoni del Amo
Insiste Juan José Ibarretxe, con convicción y de forma incluso entusiasta, acerca de la trascendencia del momento político. Es la primera vez en la historia, afirma, que la sociedad vasca, aún en los ámbitos limitados de Araba, Guipúzcoa y Bizkaia, vamos a ser consultados. “El propio debate, se sustancia como se sustancie, marcará un antes y un después”, sentencia, y concluye convencido que “se ha abierto la puerta del derecho a decidir del pueblo vasco y esa puerta ya no se va a volver a cerrar”.
Probablemente tenga razón. Desde luego, no se le puede negar a Ibarretxe, además de entusiasmo y convicción, una loable capacidad de iniciativa y riesgo político. Sin embargo, la iniciativa de consulta parece acumular en torno a ella más dudas y recelos que entusiasmos. Desde muchos sectores soberanistas se mira a la propuesta de Ibarretxe como las vacas al tren. Este contexto de problemas candentes (...) plantea una cuestión de resonancia histórica: ¿Qué hacer?. Más allá del propio pleno del 27 y sus circunstancias posteriores, como estrategia a medio plazo.
Para empezar, hemos de coincidir con Ibarretxe en la trascendencia del momento político. No por la propuesta de consulta en sí, que también, sino porque vivimos un contexto de transición determinado por el agotamiento del marco estatutario y la amplitud y difusión social del debate en torno al derecho a decidir. El propio Ibarretxe enmarca su propuesta en ese debate de fondo. Este marco de transición nos retrotrae al menos diez años atrás; precisamente, su dilatada duración es una de sus características y fuente de incertidumbre. Y es que acontece que las estrategias que han sido capaces de generar este contexto de transición política parecen incapaces de alumbrar un nuevo escenario. Tanto la estrategia de lucha armada y negociación con el Estado, como la de acomodación autonomista (en el fondo complementaria de la anterior, pues su fuerza depende de la capacidad de desactivarla) tropiezan con su dependencia de la voluntad negociadora de un Estado que ha amortizado a su favor los efectos de la lucha armada y que se encuentra cómodo en una situación de impasse que a quien más desgasta es a las fuerzas soberanistas, atrapadas en un bloqueo estratégico. En este contexto, Ibarretxe intenta otra cosa.
Pues bien, a la hora de evaluar esa ‘otra cosa’ conviene, por claridad analítica, distinguir entre el contenido formal de la propuesta y su contexto político, porque esta dicotomía es la que explica en gran medida la valoración y actitud ambivalente ante la misma. Así, en cuanto a contenido formal, la propuesta de consulta se sitúa en el marco de la vía civil a la soberanía. Esta estrategia se basa en la consolidación de mayorías sociales y políticas soberanistas en las instituciones autonómicas, para desbordarlas y convertirlas en instituciones soberanas. Puesto que la nación es, ante todo, una definición social y su eficacia no deriva de su veracidad histórica o científica, sino del éxito de su difusión en el medio social, se trata de expresar la amplitud de la difusión de la idea nacional vasca y su derecho a decidir. Al debate en torno a la soberanía y la capacidad de decisión se responde con la posibilidad de una consulta en la que la propia sociedad vasca se auto-constituye en sujeto político. La cuestión de la soberanía se transforma en una cuestión de respeto democrático a la voluntad popular. Además, se trata de una estrategia más endógena, al depender más de la propia acumulación de fuerzas y menos de la disposición negociadora del Estado. Ibarretxe lleva años intentando esta vía, pero no sólo él, también EH fue un buen exponente o el propio sindicalismo abertzale. Sin embargo, aparece en todos los ámbitos mezclada con otras estrategias, lo que dificulta su viabilidad. La propuesta de consulta de Ibarretxe es su plasmación más lograda hasta el momento. Más allá del contenido de las preguntas, el propio hecho de la consulta, en efecto, es ya histórico y constituye un acto de soberanía; de ahí la reacción del nacionalismo español en sus versiones amable y ultra.
No se puede acusar a la propuesta de Ibarretxe de despreocupación por la teoría. Antes bien, lo contrario. Y es que las dudas que genera la propuesta provienen básicamente del otro aspecto considerado, su contexto político. Ibarretxe parece haber forzado la inclusión de su hoja de ruta en la ponencia política de su partido, provocando con ello la salida de Josu Jon Imaz. Pero la dirección de su partido la asume a duras penas y, además, se le nota. Intentar una vía civil a la soberanía requiere confrontar democráticamente con el Estado, incluso mediante la desobediencia civil. Requiere, por tanto, una acumulación de fuerzas soberanistas que garantice su viabilidad, algo con lo que Ibarretxe no parece contar. El Lehendakari no despeja las dudas ante una eventual prohibición de la consulta por el Tribunal Constitucional español, y Urkullu las despeja en el sentido contrario, de obediencia. Si Ibarretxe ha utilizado a menudo la metáfora del paso del buey, su partido aparece como una piedra de arrastre demasiado pesada, hasta el punto de que los dos partidos menores del tripartito aparecen a veces como su mayor apoyo. Pero las dudas afectan también al propio Lehendakari, que ha empleado contra las consultas sobre el TAV los mismos argumentos que ahora otros utilizan contra su propuesta. Y que no ha buscado una acumulación efectiva de fuerzas más allá del tripartito, no ya con la izquierda abertzale, sino con un elemento tan importante como el sindicalismo abertzale, al que aporrea con chiringuitos neoliberales como ese supuesto Tribunal de la Competencia.
Las dudas, por tanto, no refieren tanto al camino propuesto, como al conductor, a la solvencia del PNV para llevarlo a cabo, de lo que quedan pocas dudas, pero en sentido contrario. Ahora bien, esto no supone desechar la propuesta de consulta, sino todo lo contrario. La aprobación en el parlamento de Gasteiz permite dos retratos ilustrativos: el de la nula calidad democrática del Estado y el de la incapacidad del PNV para liderar una confrontación democrática con el mismo. Es cierto, sin duda, que en tales circunstancias, ante un pliegue del PNV, la consulta puede devenir en un elemento de frustración y desmovilización del soberanismo, al confrontarlo a sus límites y terminar en un proceso neoautonomista. Pero también abre importantes estructuras de oportunidad política para avanzar, si somos capaces de desbordar el conservadurismo de la dirección del PNV en un movimiento a favor de la desobediencia civil. Algo que quizás puede hacerse con Ibarretxe, pero no de su mano, pues ya ha demostrado que no busca acumulaciones más allá de organizaciones coristas y que no puede ir más allá de forzar hasta el límite el margen de movimiento que le deja el PNV, lo cual no es suficiente. Desbordar al PNV requiere aglutinar esa masa soberanista a su izquierda, actualmente caracterizada por la dispersión, disgregación y vacilación, que defienda la confrontación democrática, la participación y la consulta en todos los ámbitos. Articular un contrapeso soberanista a su izquierda, político y electoral, sin dependencias, que actúe como motor soberanista y de izquierda.