Santiago Alba Rico
Les Noticies (Asturias)
Derechos individuales y derechos nacionales son incompatibles.
Pluralidad, multiculturalismo, transversalidad identitaria, humanismo cosmopolita, todas los proyectos emancipatorios del siglo XX parecen amenazados por bucles melancólicos y narrativas densas que allanan los impulsos idiosincrásicos y sofocan las libertades individuales. Frente a la tierra sagrada y las costumbres milenarias, la identidad postmoderna, dividida en astillas volanderas, cabe en un bolsillo o en una cartera: la tarjeta de crédito, la tarjeta de El Corte Inglés, la tarjeta de Air-Europa, la tarjeta de la empresa, la tarjeta del teléfono móvil. Contra las representaciones colectivas y las pantanosas memorias compartidas, bastan estos cinco diminutos cartoncitos para convertirnos en ciudadanos del mundo y poder dar lecciones a los demás.
Los que así razonan olvidan que a la mayor parte de la humanidad se le pide que aprenda a manejar un ordenador cuando todavía no sabe leer; se le pide que abandone el regazo del Estado cuando nunca ha llegado a tener uno; y también se le pide que cuestione la identidad y se eleve livianamente de la tierra aún antes de haber podido posar los pies en ningún suelo; se le pide, en fin, que se vuelva post-moderno sin haber pasado por la modernidad. Los que así razonan olvidan además que la libertad depositada en sus cinco cartoncitos no es el resultado de ningún ejercicio de libertad, no nació y no se mantiene a partir de una decisión individual sino al final de una intensa intervención sobre los territorios que determina a escala internacional un reparto desigual de soberanía nacional. “Los derechos de los ingleses están por encima de los derechos humanos”, esta frase del imperialista Disraeli resume la regla histórica cuya aplicación muchas veces violenta sigue permitiendo a las potencias occidentales hablar de derechos humanos y libertades individuales: el cosmopolitismo no es más que el nacionalismo victorioso de los que están protegidos por un Estado fuerte, la sublimación interesada de una hegemonía territorial. El cosmopolitismo, por decirlo así, es un derecho de los ingleses y de los españoles; el humanismo sin fronteras es un derecho exclusivamente nacional. Pero no hay ahí nada individual. Al contrario. Basta reparar en la reacción institucional y subjetiva en Europa frente a la inmigración y en la hospitalaria vulnerabilidad de África para voltear el tópico: los que viajan como individuos ven levantarse inmediatamente ante ellos rígidas barreras nacionales mientras que los turistas pueden entrar en todas partes precisamente porque no son tratados como individuos sino como ingleses o españoles. En el mundo hay nacionalismos fuertes y nacionalismos débiles. Los únicos que son radicalmente no-nacionalistas -radicalmente individuales- son los inmigrantes, que arrojan el pasaporte al mar para que no les devuelvan a un territorio del que han sido expulsados y que no les reconoce ningún derecho nacional. Habría que ser muy cínico para ver en el cuerpo desnudo y vulnerable del inmigrante un triunfo del universalismo y el cosmopolitismo en lugar de una derrota del nacionalismo africano frente al nacionalismo europeo.
Democracia y nacionalismo son incompatibles.
Patriotismo constitucional, división de poderes, valores universales, la democracia misma, que sólo reconoce ciudadanos, parece amenazada por este vocerío de identidades esencialistas -vascos, catalanes, chechenos, palestinos, kurdos- que reclaman reconocimiento como sujetos políticos; es decir, que quieren decidir como vascos o chechenos y no como sujetos de razón. Los que así argumentan -por ejemplo, en nuestro país- olvidan que España no se creó a través del voto ni se mantiene a través de él sino mediante una violencia histórica que se prolonga, bajo distintas formas, hasta el presente; que no es obra del “consenso” consciente de sus habitantes sino de ese oscuro “plebiscito cotidiano” de Renan que reintroduce una y otra vez -con la inestimable ayuda de los medios de comunicación y los políticos- toda la densa opacidad de las costumbres y los atavismos “nacionales”. Los que así argumentan olvidan además que los nacionalismos débiles -el vasco, el catalán, el gallego- son tan jacobinos y liberales, si no más, que el nacionalismo español dominante; y que nuestros antinacionalistas nacionalistas -como Savater, Félix de Azua o Albert Boadella- prefieren conservar España, aún a costa de la democracia, antes que vivir en una democracia llamada Euskal Herria o Cataluña. Nuestros intelectuales cosmopolitas son en realidad españoles cosmopaletos.
Hay nacionalismos fuertes y nacionalismos débiles. La evidencia es que no se alcanza la “españolidad” a través de la democracia sino que -al revés- se obtiene un cierto grado de democracia a través de la “españolidad”. Pero los límites de esa democracia están impuestos por la “españolidad” misma. La “españolidad”, por ejemplo, no es tan democrática como para españolizar a todos los inmigrantes ni para desespañolizar, si así lo quisieran, a los vascos. Aún más: si se trata de impedir la españolización de los inmigrantes estamos dispuestos a aceptar leyes racistas y campos de concentración inhumanos y si se trata de impedir la desespañolización de los vascos estamos dispuestos a silenciar o aplaudir la ilegalización de partidos, la tortura y la criminalización política.
La derecha tiene razón.
En 1923, durante las sesiones del IV congreso del partido bolchevique, Kalinin fijó la doctrina oficial de la Unión Soviética en la cuestión de los nacionalismos: “La política soviética debe tener como fin enseñar a los pueblos de la estepa kirguiz, uzbecos y turcomanos, los ideales del obrero de Leningrado”. Frente a él, Sultán Galiev, el comunista tártaro depurado por Stalin después de haber sido su adjunto en el Comisariado de Nacionalidades, había defendido la creación de una Internacional Colonial Comunista independiente y denunciado el rusocentrismo de la política oficial soviética, con el argumento bien fundado (como demostraban las palabras de Kalinin) de que “la sustitución en Occidente de la burguesía en el poder por el proletariado no provocaba ni provocaría ningún cambio en las relaciones del proletariado occidental con los países oprimidos de Oriente, pues esta clase heredaba la actitud nacional de la clase a la que había sucedido en el poder”. En vísperas de la descolonización, Galiev comprendía muy bien, por ejemplo, que la desislamización no podía ser la condición sino más bien la conclusión del comunismo; y que lo que él llamaba “naciones proletarias” debían elaborar su propio modelo de liberación. El error de Kalinin (“la actitud nacional” transversal a las clases sociales) tuvo pesadas consecuencias históricas. Basta pensar en la reacción del gobierno republicano español, durante la guerra civil, frente a las propuestas del comunista palestino Nayat Sidqi, empeñado en atraerse el apoyo de los independentistas marroquíes; o basta pensar en la posición de una buena parte de la izquierda francesa frente a la guerra de liberación de Argelia. El antinacionalismo esquemático de la izquierda -profundamente “nacional”- fue el que acabó confiriendo a la experiencia soviética todos los rasgos de un imperialismo clásico.
El capitalismo -no lo olvidemos- es un modelo de relación con el territorio o, mejor dicho, de apropiación territorial, a la que es contradictoriamente funcional la forma Nación-Estado. Bajo su hegemonía, tanto la sumisión como la liberación adoptan necesariamente un formato nacionalista. El nacionalismo, es verdad, masacró a millones de proletarios europeos en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, atizó el lebensraum nazi y el expansionismo fascista y alimentó y sigue alimentando todos los imperialismos: desde el colonialismo europeo decimonónico hasta el neocolonialismo de Hulliburton o Repsol. Pero fue el nacionalismo también el que hizo la revolución francesa, liberó al Tercer Mundo -al menos nominalmente- tras la Segunda Guerra Mundial y expulsó a los EEUU de Cuba.
La derecha tiene razón; comprende mucho mejor el carácter territorial de la lucha. Por eso, mientras condena los “nacionalismos”, no deja de alimentarlos selectivamente y utilizarlos a su favor. Mientras se pronuncia a favor del cosmopolitismo y contra las narrativas densas, sabe que la respuesta frente al nacionalismo debe obedecer a sus intereses económico-políticos. ¿Nacionalismos? Unos no y otros sí: el País Vasco no, Santa Cruz sí; Abjazia y Osetia no, Kosovo sí; el Kurdistán turco no, el Kurdistán iraquí sí; Palestina no, Eslovenia, Croacia, Bosnia, el Tibet... sí.
La izquierda debe hacer de derecho lo que la derecha hace de hecho. ¿Nacionalismos? Unos no y otros sí: depende del enemigo, los métodos y los objetivos. El reconocimiento de que la lógica de las clases y la lógica de los territorios se cruzan en el marco de la globalización capitalista debe llevar a un ejercicio de casuística responsable y lúcida. Hasta que sea la democracia (la pura ciudadanía) la que garantice de modo igualitario el acceso a los territorios –eso es el socialismo-, estamos obligados a ceder o a resistir desde territorios histórica y simbólicamente definidos. No hay más que nacionalismo y nacionalismos: nacionalismos fuertes y nacionalismos débiles; nacionalismos agresivos y nacionalismos defensivos; nacionalismos expansionistas y nacionalismos internacionalistas. A veces, es verdad, no es fácil encontrar la línea o no perderla; pero, como en el caso de la justicia, es fundamental empezar por reconocer su existencia.
viernes, 10 de octubre de 2008
¿Izquierdas nacionalistas?
Publicado por Marce en 21:44
Etiquetas: Internacionalismo, nacionalismos
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Comentario a un artículo de Santiago Alba Rico
Nacionalismo y burguesía
Malime
Rebelión
Desde mí, tal vez, irracional interpretación del materialismo dialéctico, me considero un ciudadano del mundo que admira y respeta todas las culturas humanistas del mundo, sean del país o nación que sean. Gozo y hasta en ocasiones se me saltan las lágrimas ante la percepción de obras culturales de otros pueblos hasta el momento desconocidas, dado el impacto emocional que provocan. Como no tengo nada que guardar, no necesito de fronteras nacionales.
En los albores del ser humano primitivo, cuando la necesidad de supervivencia de cada individuo dependía de la existencia del grupo, entonces existía la plena solidaridad entre los individuos de cada grupo o clan. No existían fronteras artificiales, aquel ser humano caminaba desde África a los demás continentes.
Sin embargo, cuando el desarrollo productivo generó excedentes que no se consumían, y ante los desastres naturales, sequías o tormentas que arrasaban los cultivos, aquellos excedentes que eran guardados por los chamanes y los sacerdotes, dieron lugar a que aquellos guardadores se degenerasen y se apropiasen de los excedentes, lo que fue el inicio de los reyezuelos y las pequeñas fronteras tribales, los ejércitos defensores de lo guardado y de lo que posteriormente daría lugar a las naciones y los estados imperiales, que en cierta medida, en su origen, era justificado para defenderse de otras tribus que les atacaban para robarles los excedentes.
Aquellas guerras primitivas se saldaban matando a los derrotados, pero más tarde se vio que era más rentable esclavizar a los vencidos en vez de matarlos. El ser humano se convirtió en un objeto de usar y tirar cuando ya no le servía. Esa concepción del ser humano esclavo o explotado perdura hasta nuestra era capitalista. Con el desarrollo productivo del esclavismo se pasó al feudalismo, y desde allí al capitalismo que domina el mundo.
Las invasiones coloniales eran manifestaciones de aquellas interpretaciones in-solidarias e in-humanas que siguen perviviendo. Las luchas de las colonias contra los imperios coloniales en la época moderna, eran protagonizadas por las burguesías nacionales, muchos de ellos burgueses de los países imperiales que renegaban de sus orígenes para adquirir la nueva nacionalidad del país donde se habían aposentado. Salvo excepciones en los intentos de revolucionarios nacionales y humanistas, la inmensa mayoría de aquellas revoluciones anticoloniales no se transformaron en revolución solidaria y socialista, dieron lugar a nuevas naciones capitalistas, cuyo poder lo ostentaba la nueva burguesía nacional.
Las burguesías nacionales son las más nacionalistas desde su competencia con las burguesías imperialistas. Han sabido instrumentalizar los sentimientos lingüísticos y culturales de los pueblos explotados para convertirlos en sentimientos patrióticos nacionales, competidores de los otros sentimientos nacionales de los otros pueblos exacerbados por sus burguesías nacionales. Esas manifestaciones más aberrantes las vemos diariamente en los campos de fútbol con las manifestaciones de los forofos provocando altercados que en ocasiones saldan con muertes.
Dicho lo cual, no quiere decir que el problema del nacionalismo no deje de ser un problema político que requiere de soluciones políticas, en vez de soluciones represivas o terroristas como las que vemos en nuestro país y en otros lugares.
El nacionalismo, como el problema de la explotación del hombre por el hombre, se asienta en una base material, una base material que es al mismo tiempo espiritual, aunque esto nos resulte difícil comprender. Y en tanto el problema no se aborde desde esa materialidad, nunca tendrán solución.
Podemos adelantar que no existirán los problemas que hoy vivimos en un mundo asentado sobre una base material solidaria, donde el ser humano conviva con los demás en ese ambiente. Un estado donde no rigen las leyes del mercado y la competencia, donde los seres humanos somos solidarios en la producción y en la distribución de los bienes generados gracias al trabajo creativo y solidario. Un estado donde se establece la unidad dialéctica del ser humano liberado del trabajo enajenado, donde no existe la división en clase política y sociedad civil, porque todos somos clase política-productiva ejerciéndola desde los lugares naturales donde convivimos con los demás seres de la misma condición. Donde en cada lugar se legisla y se ejecuta, en los temas que les afectan directamente y es posible resolverlos, donde se establece la justicia sobre los posibles elementos antisociales por los directamente afectados. Donde el control y la revocación de los cargos electos, se ejerce directa y permanentemente. Donde se eligen a los delegados a los niveles superiores de gestión, hasta llegar a la cúspide gubernativa, lo cual posibilita que sean ascendidas las necesidades generales que superan poder ser resueltas localmente, lo que daría lugar a una planificación objetiva de las necesidades generales y poder resolverlas desde los medios disponibles.
Un estado donde se vive en solidaridad entre el componente del conjunto mundo material, tanto el humano como el de la propia naturaleza. Donde el consumismo estúpido y enajenado no es posible, donde el ser humano goza gracias a la liberación del trabajo no enajenado, y como dijera Marx, el ser humano una vez liberado del trabajo enajenado, el trabajo se convierte en su primera necesidad. El dios creativo que somos los humanos podemos dimensionarlo a plenitud y solidariamente. Gozamos creando y conviviendo en solidaridad
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