martes, 8 de julio de 2008

De por qué el “Manifiesto en defensa de la lengua castellana” es manifiestamente nacionalsocialista

A proposito del “Manifiesto en defensa de la lengua castellana”
De por qué este manifiesto es manifiestamente nacionalsocialista

Javier Fernández Ortega
Rebelión


Recientemente, en España se ha lanzado una gran ofensiva mediática en respuesta a lo que determinados medios afines a la derecha –y el diario El Mundo, que creo que es afín a El Mundo- consideran reiterados ataques al castellano por parte de los gobiernos autonómicos de las comunidades en las que existe una lengua co-oficial: Cataluña, Galicia y el País Vasco. El punto central de esta ofensiva lo constituye el así llamado “Manifiesto en defensa de la lengua castellana”, que en seguida ha recibido el apoyo de gran parte de los intelectuales de este país. Algo habremos hecho para merecerlos, imagino.

Lo que ahora propongo es examinar detenidamente el breve manifiesto y analizar despacio sus motivaciones, las ideas que presupone sin discusión, las amenazas que el manifiesto considera que acosan al castellano para que haya que defenderlo y las propuestas que realiza para paliar esa situación.1





“Manifiesto por la lengua común.

Desde hace algunos años hay crecientes razones para preocuparse en nuestro país por la situación institucional de la lengua castellana, la única lengua juntamente oficial y común de todos los ciudadanos españoles.

La primera en la frente. Se nos pinta una situación apocalíptica, que suele ser el origen y la causa misma de un ataque reaccionario como el que supone este manifiesto. En este caso la “situación institucional” de la lengua castellana es un motivo de preocupación. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿En qué medida? El manifiesto tampoco lo dirá más tarde, pero ahora sólo debemos apuntar mentalmente que la premisa de la que parte todo este esfuerzo colectivo y mediático es la de que existe una lengua amenazada. Aunque, claro, no es una lengua cualquiera: es la única lengua que es a la vez, en España, oficial y común; verbigracia, en el Estado español hay una lengua que está “antes” –filo y ontogenéticamente- que las demás, y ésa es la castellana. Sobre esa lengua, común y oficial, vínculo de todos los ciudadanos españoles, se han ido superponiendo otras, imagino que por caprichos de la gente o por la estupidez nacionalista de los de siempre. Pero esas otras lenguas son tan sólo un suplemento, un añadido de bilingüismo que nos hace parecer un estado moderno, pero que es totalmente prescindible. Y únicamente llevamos una frase.

Desde luego, no se trata de una desazón meramente cultural –nuestro idioma goza de una pujanza envidiable y creciente en el mundo entero, sólo superada por el chino y el inglés- sino de una inquietud estrictamente política: se refiere a su papel como lengua principal de comunicación democrática en este país, así como de los derechos educativos y cívicos de quienes la tienen como lengua materna o la eligen con todo derecho como vehículo preferente de expresión, comprensión y comunicación.

Vamos a ver. Si la situación institucional de la lengua castellana es preocupante, ¿cómo es eso de que goza de una pujanza envidiable en el mundo entero? A cualquiera, leyendo este manifiesto, le parecería que la situación del castellano es la de una lengua indígena moribunda, al borde de la extinción por falta de hablantes, discriminada política, cultural y administrativamente. Pero no. Es una lengua en crecimiento, sólo que en el resto del mundo y no en nuestro propio jardín, donde su papel como lengua principal de comunicación democrática se ha puesto en entredicho. (A mi me parece que lo que se pone en entredicho es la capacidad para comunicarse democráticamente en catalán, euskera o gallego, pero en fin) Volvemos a lo de antes: hay sólo una lengua que “sirve”, que es de utilidad –de utilidad cívica, o democrática, para situarnos en la órbita del nacionalismo constitucionalista y el españolismo democrático de UPD-. Las otras lenguas no son principales, son secundarias, accesorias y prescindibles. El argumento es clarísimo: una chica de Cuenca sólo podrá comunicarse democráticamente con un señor de Granollers, de Verín o de Gernika en castellano. Tiene cierta lógica, así mirado. Pero vamos a imaginar, por un momento, que Cataluña, Galicia y Euskadi tuvieran una lengua propia –creo que eso significa lengua vernácula2-, aunque ésta tuviera una implantación irregular en su territorio debido a factores históricos y políticos. Intentemos concebir, por un momento, la estupidez absoluta y proetarra de que los niños catalanes, gallegos y vascos no nacen con el castellano aprendido, como un atributo innato de la ciudadanía española, común y democrática. Pero no podemos pensar esto, porque si el castellano no preexiste a la comunicación democrática, entonces nos encontramos con una situación de dominación, en la que un grupo obliga a otro a expresarse en SU3 lengua para hablar de democracia, en lugar de aprender la del otro y tratar de cooperar. Claro, que la política lingüística, en España, nunca se ha visto como un conflicto de poder y prestigio entre distintas lenguas sino como naturalización de esa misma situación. Y de esa naturalización viene éste manifiesto. Por eso hay que defender el derecho a elegir la lengua castellana como vehículo preferente de expresión, comprensión y comunicación en los únicos territorios en los que existe un mínimo contrapoder que puede intentar favorecer políticamente la expansión y pervivencia de otra lengua distinta del castellano. En todos los casos de discriminación lingüística que suelen denunciar con gran escándalo y platillo nuestros medios no se trata nunca de una discriminación efectiva del castellano (por ejemplo una prohibición, como las de Franco), sino de medidas más o menos acertadas para la promoción del uso de la otra lengua: el catalán, el euskera o el gallego. El hecho de que se haya naturalizado esa situación de poder a la que me refería antes –y que este manifiesto va a llamar, muy elocuentemente, asimetría- hace que favorecer a otra lengua oficial en su territorio se interprete como un ataque hacia el castellano, cuando no es así en absoluto. Sólo que en esta dialéctica del sojuzgamiento lingüístico sólo cabe la confrontación como forma de relación. Y la no extinción de otras lenguas distintas del castellano parece considerarse ya un acto declarado de agresión. Parece que para el castellano el bilingüismo, a menos que sea con el inglés, no es una opción.

Como punto de partida, establezcamos una serie de premisas:

1. Todas las lenguas oficiales en el Estado son igualmente españolas y merecedoras de protección institucional como patrimonio compartido, pero sólo una de ellas es común a todos, oficial en todo el territorio nacional y por tanto sólo una de ellas –el castellano- goza del deber constitucional de ser conocida y de la presunción consecuente de que todos la conocen. Es decir, hay una asimetría entre las lenguas españolas oficiales, lo cual no implica injusticia (?) de ningún tipo porque en España hay diversas realidades culturales pero sólo una de ellas es universalmente oficial en nuestro Estado democrático. Y contar con una lengua política común es una enorme riqueza para la democracia, aún más si se trata de una lengua de tanto arraigo histórico en todo el país y de tanta vigencia en el mundo entero como el castellano.

Léase: todas las lenguas oficiales son españolas, pero hay una que es más española que las demás, la castellana. Una lengua que es un deber conocer, lo cual, siendo honestos, no es cosa del manifiesto, sino de la Constitución, (perdonen que no me postre). Lo importante de este punto, en realidad, viene de su propia estructura. Después de repetir el artículo de la Constitución lo justifica, supongo que porque a los redactores del manifiesto aún les quedaba un poco de pudor en el cuerpo. Pero se lían y lo dejan peor. Hay varias lenguas, sí. Todas son españolas, también. Pero una manda más, porque todos tenemos el deber de hablarla –si bien el castellano nunca se ha impuesto por la fuerza, ojo, eso es cosa de otros-, y aunque eso genera una asimetría, que nadie se queje, porque no es nada injusto: aunque haya diversas realidades culturales, sólo una manda más –nótese que volvemos a lo mismo, a la preeminencia de una falsamente homogénea realidad cultural castellana que es la que encarna la realidad cultural universal, común, democrática, cívica y magnífica de España. Yo ya no sé cuánto franquismo residual nos queda en las venas, pero a veces dudo de si será eso realmente lo que nos una, y no la españolidad-castellanidad dichosa. Otra perla: es un orgullo tener una lengua política, que es la castellana, porque ojo, las demás no son políticas, -no se pueden usar para la polis, en lo público, son lenguas domésticas, lengüecillas de viejas y campesinos, de caserío, hórreo o masía- sino otra cosa, una excoriación de la piel democrática y común de todos los españoles. Esa lengua política –supongo que porque tiene cinco vocales y tal- es una enorme riqueza para la democracia. Y además, tiene solera histórica y proyección internacional. Venga, vale, me la compro.

2. Son los ciudadanos quienes tienen derechos lingüísticos, no los territorios ni mucho menos las lenguas mismas. O sea: los ciudadanos que hablan cualquiera de las lenguas co-oficiales tienen derecho a recibir educación y ser atendidos por la administración en ella, pero las lenguas no tienen el derecho de conseguir coactivamente hablantes ni a imponerse como prioritarias en educación, información, rotulación, instituciones, etc… en detrimento del castellano (y mucho menos se puede llamar a semejante atropello “normalización lingüística”).

Las lenguas no tienen derecho a conseguir coactivamente hablantes4, ni a imponerse como prioritarias en sus territorios. Las lenguas, que son unas malvadas –pero sólo las co-oficiales, ojo, la Oficialísima es una lengua democrática, común, moderna y cívica- buscan imponerse coactivamente, lo cual es el colmo del retorcimiento argumentativo. Resulta que en un territorio que tiene una lengua propia, materna y con cierta implantación, esa lengua tiene que quedar relegada a ámbitos donde no moleste, es decir, fuera de la educación, la información, la rotulación y las instituciones. Esos son campos que sólo puede ocupar el castellano, pero cuando lo hace nadie hablará nunca de coacción lingüística, sino, imagino, de normalidad democrática, convivencia ciudadana o algo así. Sólo si las lenguas co-oficiales –y vaya que le gusta al manifiesto recalcar esa palabra- se atreven a salir a la polis, a hacerse políticas, y tomar el espacio público del rótulo, de la escuela y de la institución, entonces ésa es la mayor deslealtad que se le ha hecho nunca al sistema democrático español. Y entonces, sólo entonces, hay coacción, porque una lengua –la buena, la democrática, no se me pierdan- que tiene YA todos esos ámbitos, a nivel estatal, copados, no puede permitir que a nivel autonómico, provincial e incluso municipal, haya una mínima sombra de competición.

3. En las comunidades bilingües es un deseo encomiable aspirar a que todos los ciudadanos lleguen a conocer bien la lengua co-oficial, junto a la obligación de conocer la común del país (que también es la común dentro de esa comunidad, no lo olvidemos). Pero tal aspiración puede ser solamente estimulada, no impuesta. Es lógico suponer que siempre habrá muchos ciudadanos que prefieran desarrollar su vida cotidiana y profesional en castellano, conociendo sólo de la lengua autonómica lo suficiente para convivir cortésmente con los demás y disfrutar en lo posible de las manifestaciones culturales en ella. Que ciertas autoridades autonómicas anhelen como ideal lograr un máximo techo competencial bilingüe no justifica decretar la lengua autonómica como vehículo exclusivo ni primordial de educación o de relaciones con la administración pública. Conviene recordar que este tipo de imposiciones abusivas daña especialmente las posibilidades laborales o sociales de los más desfavorecidos, recortando sus alternativas y su movilidad.

Esto es, es bastante digno de elogio que ustedes quieran que esa lengüecilla que hablan de puertas para adentro sea conocida por todos los ciudadanos de la comunidad donde es co-oficial, pero esto es algo que, les recordamos, no podrán hacer mediante la coacción, ni mediante la visibilidad en la educación, la información, la rotulación y las instituciones. ¿Cómo lo haremos entonces? (Se preguntarán) Pues muy sencillo, sitúense en los aeropuertos y otros lugares de paso e importunen al gentío que pasa con sus frases incomprensibles. Funden academias. Editen libros. Háblenlo en la intimidad. En otras palabras: estimulen su uso, estimúlenlo. Pero no lo impongan, que para eso ya está la Oficialísima. Además, sabemos de buena tinta que en sus territorios también hay españoles de bien que sólo desean poder decir en indígena buenos días, adiós y gracias, lo suficiente para que no se los coman. Es gente honrada y temerosa de Dios y no merecen que les hagan ustedes la puñeta. Y todo esto, por no hablar de los pobres, esa gente que no ha tenido posibilidades de aprender alguna de las lenguas co-oficiales –a pesar de las grandes facilidades que el estado central pone para ello: optatividad de las lenguas co-oficiales del estado en la educación secundaria, presencia de las titulaciones de filología en estas lenguas en todas las universidades públicas, subtitulado de las emisiones de la televisión pública en las lenguas co-oficiales, legalización de su empleo en el parlamento del Estado, etc-. Como nosotros no hemos fomentado que ellos puedan aprender eso que ustedes llaman lengua, el que ahora sea necesario hablar una de ellas para atender a público monolingüe en un puesto de funcionario, o impartir clases en una lengua co-oficial es exclusivamente culpa suya. Nosotros le decimos a la gente: “Si ya hablas español (castellano), majete, para qué quieres más”. Ustedes son los malos por desengañarles. Además, ¿no esperarán que la gente APRENDA una de esas lengüecillas? Para eso que aprendan inglés5, hombres de dios, que eso sí que tiene salidas laborales.

4. Ciertamente, el artículo tercero, apartado 3, de la Constitución establece que “las distintas modalidades lingüísticas de España son un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”. Nada cabe objetar a esta disposición tan generosa como justa, proclamada para acabar con las prohibiciones y restricciones que padecían esas lenguas. Cumplido sobradamente hoy tal objetivo, sería un fraude constitucional y una auténtica felonía utilizar tal artículo para justificar la discriminación, marginación o minusvaloración de los ciudadanos monolingües en castellano en alguna de las formas antes indicadas.

La disposición es generosa porque, evidentemente, da más de lo que se merecerían estas lenguas co-oficiales. En caso contrario, bastaba con decir que era una disposición justa. Añadir el calificativo “generosa” sólo es una muestra más de superioridad cultural y lingüística: en NUESTRA constitución fuimos lo suficientemente generosos como para enmendar ciertos errores históricos de los cuales el castellano, aunque resultó ampliamente beneficiado, no tiene responsabilidad ninguna, ni cabe hoy actitud compensatoria por tales errores históricos. Como la Constitución cerró la caja de Pandora en este país, y solucionó todos los problemas históricos de España por el tan patrio método de soslayarlos uno a uno, se dice que esos objetivos están sobradamente cumplidos hoy, y que tratar de establecer una política lingüística que asegure, ya no el crecimiento, sino la conservación del catalán, el euskera o el gallego, es un fraude constitucional y una felonía. Señores: la constitución dice que hay que proteger sus lenguas, pero no las protejan demasiado o cometerán ustedes un acto aberrante y traicionero –eso es la felonía, una traición a la patria-. En este caso, como en muchos otros en este Estado, la Constitución sólo sirve en algunos casos y en cierta medida, medida y casos que determinan única y unívocamente un grupo de personas y colectivos determinados. Yo le diré a usted qué derechos le da MI constitución, porque sólo yo puedo interpretarla correctamente y extraer los límites de sus artículos, como en este caso. Y nuevamente, proteger las lenguas co-oficiales constituye una discriminación, marginación o minusvaloración de los ciudadanos monolingües en castellano.

Por consiguiente los abajo firmantes solicitamos del Parlamento español una normativa legal del rango adecuado (que en su caso puede exigir una modificación constitucional y de algunos estatutos autonómicos) para fijar inequívocamente los siguientes puntos:

1. La lengua castellana es común y oficial a todo el territorio nacional, siendo la única cuya comprensión puede serle supuesta a cualquier efecto a todos los ciudadanos españoles.
2. Todos los ciudadanos que lo deseen tienen derecho a ser educados en lengua castellana, sea cual fuere su lengua materna. Las lenguas co- oficiales autonómicas deben figurar en los planes de estudio de sus respectivas comunidades en diversos grados de oferta, pero nunca como lengua vehicular exclusiva. En cualquier caso, siempre debe quedar garantizado a todos los alumnos el conocimiento final de la lengua común.
3. En las autonomías bilingües, cualquier ciudadano español tiene derecho a ser atendido institucionalmente en las dos lenguas oficiales. Lo cual implica que en los centros oficiales habrá siempre personal capacitado para ello, no que todo funcionario deba tener tal capacitación. En locales y negocios públicos no oficiales, la relación con la clientela en una o ambas lenguas será discrecional.
4. La rotulación de los edificios oficiales y de las vías públicas, las comunicaciones administrativas, la información a la ciudadanía, etc… en dichas comunidades (o en sus zonas calificadas de bilingües) es recomendable que sean bilingües pero en todo caso nunca podrán expresarse únicamente en la lengua autonómica.
5. Los representantes políticos, tanto de la administración central como de las autonómicas, utilizarán habitualmente en sus funciones institucionales de alcance estatal la lengua castellana lo mismo dentro de España que en el extranjero, salvo en determinadas ocasiones características. En los parlamentos autonómicos bilingües podrán emplear indistintamente, como es natural, cualquiera de las dos lenguas oficiales.

De este conjunto de peticiones, que se siguen de las premisas anteriormente comentadas, sólo me gustaría reseñar un par de puntos. En primer lugar, es bastante sorprendente que en un país en el que reformar la Constitución suele ser sinónimo de atacar la base de nuestra convivencia democrática6, estos garantes de las libertades constitucionales se arroguen el derecho de modificarla para poder hacer legales sus propuestas. Teniendo en cuenta que el manifiesto basa toda su argumentación en el artículo tres de la Constitución española, que ahora propongan que ésta debe ser cambiada invalida una buena parte de sus premisas, y vuelve a demostrar lo que ya se ha dicho antes: la Constitución de todos –como la lengua de todos o la riqueza de todos- es en realidad patrimonio de unos pocos.

En segundo lugar, el punto cuatro muestra, por omisión, una situación curiosa. Los rótulos –aunque es preferible que sean bilingües-, no deben estar en ningún caso en la lengua vernácula de la comunidad. Es decir, o la lengua vernácula aparece en compañía del castellano, o los rótulos sólo aparecen en castellano. No hay otra opción posible. Esto, volvemos a lo de antes, nunca será entendido como coacción lingüística, aunque un poquito sí que lo sea.

Otro punto reseñable es el número cinco, que concede a los representantes políticos la gracia excepcional de usar su lengua materna en situaciones oficiales “características”. Imagino que serán las más folklóricas, en la línea netamente minusvaloradora y supremacista del manifiesto.

Por último, y retomando el título de este contramanifiesto, me gustaría cerrar con una reflexión que puede juzgarse de demagógica7 pero que yo encuentro inquietante. Este documento, que tiene en principio un carácter tan neutro, objetivo y razonable que ha hecho que lo firme la mayor parte de nuestros intelectuales y componentes de la élite cultural, tiene sin embargo ciertos elementos sectaristas8 que no podemos pasar por alto. En primer lugar, el manifiesto se basa en el concepto de asimetría, es decir, reconoce una situación de poder de una lengua sobre las demás, situación que justifica por motivos históricos y de extensión geográfica –lo que en realidad también se debe a factores históricos- y que producen que la lengua favorecida tenga unas cualidades superiores innegables (su universalidad, su calidad democrática, su optimidad política). Las atribuciones que, gracias a este razonamiento, gana el castellano son, en cierto sentido, irracionales, por cuanto no resisten un mínimo análisis: el castellano no es “universal”, ni su extensión es tan amplia gracias a las características intrínsecas de esta lengua, sino a un devenir histórico plagado de imposiciones, azares, conflictos, prohibiciones y procesos de asimilación cultural. Igualmente, ninguna lengua es per se “democrática” (quizá el griego antiguo, no sé) ni óptimamente “política”, y si lo es, es por su valor como bien simbólico en una ya citada situación de poder y dominación frente a otras lenguas (es evidente que en latinoamérica es mucho más óptimo “políticamente” hablar castellano que cualquier lengua indígena...), y nunca por su propia existencia.

Por tanto, lo que se defiende en el manifiesto -que se hace llamar “en defensa”, cuando en realidad es una ofensiva en toda regla- es la primacía del castellano frente a las demás lenguas del estado, la conservación de su hegemonía y el relegamiento de esas otras lenguas al estatus de lenguas accesorias, domésticas, alejadas del uso público, y por tanto, condenadas a la extinción. Esta condena, que en sí constituye también otro argumento tácito (la “inutilidad” de aprender el catalán, el euskera o el gallego, frente a la pujanza envidiable, tan recalcada, del español, o incluso del inglés) hace suyos unos presupuestos evolucionistas que acaban justificando la competencia lingüística y la superioridad de una sola lengua por la ley del más fuerte, mientras que vuelca toda su fuerza estigmatizadora en el resto de lenguas del estado español.

El segundo pilar argumentativo, más allá del ensalzamiento del castellano y la denostación de las lenguas co-oficiales, es el legal, y se establece fuertemente asentado en el artículo tres de la Constitución española. No cabe duda de que nos hayamos aquí con uno de tantos resultados de aplicar esa aplastante lógica de Estado a la que tanto se no tiene acostumbrados. El argumento es que si lo dice la Constitución ha de hacerse cumplir sin ningún tipo de análisis ni crítica del propio texto fundacional, a menos, claro, que sea para endurecer aún más la postura que el manifiesto defiende.

Así pues, tenemos en primer lugar el ensalzamiento de un bien simbólico, que se pretende extensible a toda una comunidad y que se articula en base a conceptos incontestables y sacralizados, pero de difícil conceptualización, como el de Democracia o el de Ciudadanía; y en segundo lugar la estigmatización de otras opciones lingüísticas a las que se criminaliza –“las lenguas no tienen derecho a ganar coactivamente hablantes”, se ridiculiza y se minusvalora de manera manifiesta.

Por último, todo ello, toda esta operación de ofensiva por la hegemonía total del castellano –que no por su defensa, repito- se legitima con el concurso de la Ley, es decir, del peso de una lógica de Estado que se legitima a sí misma y que no admite respuesta que no pueda ser considerada como secesión o felonía.

Naturalizar una situación de poder, llamar a la defensa de unos valores inmutables, superiores y naturalmente dados, movilizar a la ciudadanía en torno a una amenaza falsa, perseguir, ridiculizar y estigmatizar al resto de opciones posibles, apoyar toda esa situación de discriminación en la fuerza de la ley y en el cumplimiento inexorable de la lógica de Estado... ¿se ve un poco a dónde quiero llegar?

Javier Fernández Ortega es licenciado en Filología Hispánica


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